Había sufrido una neumonía, pero el jueves pasado había salido del hospital para recuperarse en casa
Hubo un tiempo, más o menos entre 1957 y 1971, en el que el pintor y escultor colombiano Fernando Botero fue un caso extraordinario en el arte de su tiempo, un creador que no se parecía a ninguno de sus contemporáneos sino a los pintores italianos del Quattrocento, a los poemas trágicos de Fernando Vallejo y al arte popular de América Latina y que refutaba su mundo. 50 años después, Botero ha muerto a los 91 años, aún como una excepción en el mapa del arte de su generación y como el más popular de los pintores y escultores americanos.
Antes de que empezase esa década y media crucial en su formación, Botero llevaba viajando en busca de arte desde 1949, cuando pintó su primer cuadro importante, Mujer llorando. Primero se fue desde Medellín hasta el mar, que nunca había visto antes, y vivió y pintó como Gauguin. Después se marchó a Madrid y descubrió en el Prado a Tiziano, a Rubens, a Tintoretto y a Velázquez, con cuya obra estuvo dialogando toda su vida. Un día, a la salida del museo, dio en una librería de viejo con una monografía de Della Francesca y decidió perseguir su obra por Italia. Aprendió a dibujar caballos como los de Ucello y se fijó en Andrea Mantegna. Entonces se fue a París y supo de la escultura asiria en el Louvre y del arte de las vanguardias de los años 20 (no le interesaron, on la excepción de Giorgio de Chirico) y viajó a México y sintió en la obra de los muralistas la llamada del arte popular y precolombino. En 1957 apareció en el Nueva York de los expresionistas abstractos, cuyo lenguaje era una especie de religión estética en la que Botero jamás podría encajar, pero que tampoco desdeñó. Los lienzos de William de Kooning le dieron ánimos para llevar hasta el límite su instinto de eliminar las profundidades de sus composiciones, de pintar plano como los autores de los frescos románicos.
Cuando expuso en Nueva York por primera vez, en esos años de Rothko y Pollock, el crítico de la revista News dijo que sus retratos parecían «fetos de Mussolini con una campesina idiota» y a Botero le tuvo que doler aquello porque se encargó de que la frase perviviera en monografías y tesis doctorales. El tiempo corría a su favor: el pop art estaba a punto de ocupar el centro de la escena y, aunque Botero nunca fue un artista pop, sí que era compatible con su lenguaje y con su ética de la ligereza y de la alegría de la vida cotidiana.
Durante la siguiente década, el pintor colombiano prosperó, encontró galeristas en América y Europa y celebró exposiciones en Francia, Alemania y Japón. Hacia 1973, ya tenía viviendas y estudios en Bogotá, Nueva York y París. Era una estrella del arte contemporáneo aunque parecíese sacado de un manual de arte antiguo, como si fuese un prerrafaelita-pregiottista-realista mágico-indigenista-místico.
¿De dónde había alido un pintor así? La historia, tal y como ha pervivido, reproduce un modelo novelesco: el del niño soñador que vive aislado y que recibe noticias de la cultura del gran mundo pero que no tiene a nadie que le ayude a descodificarlas, de modo que, en vez de elegir escuelas y tradiciones, las inventa. Botero nació en Medellín en 1932, hijo de un hombre de negocios y de una mujer que en otra vida habría podido ser artista; fue un niño rebelde y altivo que quiso estudiar Arquitectura, Cuando lo echaron del colegio, pasó algunas tardes en la escuela taurina de Medellín y allí pintó sus primeras estampas de toreros, uno de los temas que lo acompañaron siempre. Dibujó para la prensa local y aprendió a su manera las técnicas de la pintura. De hecho, su primer viaje a Europa, financiado con la venta de unas acuarelas, tuvo el ojetivo de aprender de una vez cómo pintar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Después, resultó que El Prado le interesó más que la técnica.
«¿Rubens? No es uno de mis pintores favoritos. La gente piensa que debería sentirme identificado con él porque pintaba a mujeres gordas, pero no es lo mismo. Su interés era pintar carnes, era un gran carnicero. Era un gran pintor, un maestro, no lo dudo, pero prefiero a Ingres, a Velázquez o a Tiziano», dijo Botero en una entrevista publicada por EL MUNDO en 2018. «Eugenio D’Ors escribió que, si sólo pudiera salvar un cuadro de un incendio, salvaría La muerte de la virgen de Mategna. Pero yo sospecho que lo decía para darse publicidad. Yo salvaría los tizianos antes. Y Velázquez. Si me quedaran dos horas en El Prado las dedicaría a Velázquez«.
Empeñado en mirarse ante los maestros clásicos, Botero construyó una carrera llena de hitos. En 1961, el MoMA de Nueva York adquirió su Mona Lisa de doce años. En 1969 realizó su primera gran exposición en la galería Claude Bernard de París y en 1972 en la Marlborough Gallery de Nueva York. Al año siguiente se trasladó a París, donde realizó sus primeras esculturas. Con los años, la obra en piedra y metal del colombiano le permitió llevar su iconografía de gordos bailarines y condiotteros paisas a las calles y ganar una fama insólita entre los artistas de su generación. En 1994, las piezas de Botero se instalaron en el Paseo de La Castellana de Madrid y se convirtieron en un símbolo de su momento.
Hay datos sobre Botero que, de tan obvios, a veces se olvidan. El pintor colombiano era cinco años más joven que Gabriel García Márquez y alcanzó el éxito en la misma década en la que Cien años de soledad inauguró el Boom Latinoamericano. Botero llegó a ilustrar una versión de El amor en los tiempos del cólera y no es imposible dar con más hilos: el aire de realidad sólo ligeramente deformada, el gusto por las escenas populares, la vida cotidiana encantadora y guasonamente narrada… Muchas cosas ligan a Botero con los escritores de su generación. Mario Vargas Llosa le dedicó un ensayo en el que trató de demostrar que Botero se parecía al arte naíf pero no desde la ingenuidad intelectual sino desde la elección consciente. Botero, decía Vargas Llosa imaginaba una nueva historia del arte que hubiese tomado un camino paralelo a partir de la pintura medieval.
¿Por qué gustaba tanto esa historia alternativa que proponía Botero? Sólo hay hipótesis: quizá fuese porque sus figuras fueran reconociles, amables, desintelectualizadas. Quizá proque el concepto mismo de un arte fuera de su tiempo sea evocador para todos. O quizá ocurriese que Botero, una vez instalado en su escalafón, tuviese la habilidad de hacer del éxito más éxito, para lo bueno y para lo malo.
¿Ha sido usted buen vendedor de su obra?, se le peguntaba en la entrevista de 2018. «No, nunca he vendido un cuadro. Tal vez cuando estaba empezando y era pobre. Después siempre he tenido mis representantes y no he querido saber mucho».
Fuente (El Mundo)